No sé en qué momento dejé de ser la persona independiente,
fuerte y decidida que antes era. Pensándolo bien, no sé si en algún momento lo fui.
Tal vez fue sólo una ilusión, un vago reflejo de aquello que quería ser y no
era…
Todo iba bien al principio. Yo estaba segura de mi misma.
Tenía muy claro lo que quería y no me esperaba nada de él. “Yo no quiero nada
serio, sólo quiero divertirme. Sin complicaciones” pensaba. ¡Qué imbécil! Si
llego a saber que la diversión me iba a costar tantas horas sin dormir, tantas
lágrimas y tantas inseguridades… habría optado por el aburrimiento. Ese
aburrimiento que ahora mismo me parece tan atractivo.
En realidad no puedo culparle a él. No puedo culpar a
alguien por no quererme lo suficiente o por no pensar en mí tanto como yo
pienso en él, o por no querer pasar cada segundo de su vida a mi lado sin
importarle nada más. La culpa es mía por no verlo venir. Por no darme cuenta de
que me estaba enamorando como una idiota y que éramos tan diferentes que nunca
podríamos estar bien. Por no ver que yo daría mi vida sólo por saber que siente
lo mismo que yo… y él es incapaz de
demostrar que le importo tan sólo un poco.
La culpa es mía por esperar que cambie, por esperar a que un
día se despierte y se de cuenta de que lo único que le importa en este mundo
soy yo, que es incapaz de respirar si no estoy a su lado, que el corazón
dejaría de latirle si mis besos no le dieran la fuerza que necesita para bombear.
La culpa es mía porque sigo esperando. Me acuesto y me
levanto cada día pensando que estoy cansada, que ese día nunca llegará… pero
aún así… espero… y sigo esperando…